La muerte florece.

Conforme continuamos el ascenso, la tierra infecunda parece ahogar el más mínimo suspiro de vida. Si existen seres vivientes, sin duda duermen, enterrados bajo el fango negruzco y aceitoso que entorpece nuestro laborioso avance. Sin embargo, en la cima, encontramos las primeras señales de vida: un bulbo florido, enterrado bajo un montículo de lodo y restos óseos. En un lugar tan estéril, el conjunto de huesos reunidos a nuestros pies, cual altar de sacrificios, resulta por demás extraño y perturbador.

A pesar de mi vehemente sugerencia de dejarlo atrás, han decidido trasplantar el pequeño bulbo a nuestro campamento. Algunos afirman escuchar algo que se retuerce debajo de su gruesa piel. Por imposible que me parezca la noción, no puedo evitar sentir un helado escalofrío cada vez que lo pienso. Al caer la noche, escribo estas líneas, mientras el bulbo yace a tan solo un par de metros de mi lecho. Víctima de los juegos de mi propia mente, comienzo a escuchar un sonido, como de aliento inhuman. ¿Pero qué estoy diciendo? Seguro es el susurro del viento que se cuela entre los áridos riscos...